Los campos del hambre
Encerrar el hambre para siempre. De eso se trata el Museo del Hambre, un espacio de acción por la soberanía alimentaria, que es, según sus fundadores, “el único camino para que todos estemos bien alimentados”. El museo, en Av. San Juan 2491 (CABA), es sobre todo un punto de encuentro para quienes vienen luchando por esta idea, donde se comparten experiencias y herramientas para caminar hacia su realización: desde intercambios de semillas hasta presentaciones de libros, encuentros de campesinos con comensales, charlas, cine-debates, reuniones de Abogados en Red por la Soberanía Alimentaria de los Pueblos y muestras artísticas. También incluye una biblioteca comunitaria sobre el hambre y se dictan talleres de huerta agroecológica, plantas medicinales, producción de semillas, bio construcción, cocina, energías alternativas y compostaje.
Por: Cecilia Alfano
Foro Revista Nº 35
Damián Verzeñassi demostró que en estas regiones un tercio de las muertes se debe a alguna forma de cáncer, lo que representa un 50% más que en el resto del país
¿Pero qué es exactamente la soberanía alimentaria? Es un concepto bastante reciente, presentado por primera vez en 1996, durante la Cumbre Mundial Alternativa de Alimentos en Roma, un encuentro en el que se auto convocaron unas 1.200 organizaciones sin fines de lucro y donde tuvo especial participación la Via Campesina, grupo que hoy nuclea a más de 1.500 millones de campesinos alrededor del mundo. En términos generales significa devolver a cada pueblo la facultad de definir sus propias políticas agrarias y alimentarias. Y plantea, en primer lugar, algo tan simple como devolver la tierra a los agricultores.
¿En manos de quiénes está la tierra ahora? Principalmente bajo el sistema de pools de siembra, predominante en la producción sojera. Se trata de un fondo que reúne el aporte de varios inversores para luego distribuir la ganancia entre sus miembros. Opera mediante el arrendamiento temporario de grandes extensiones de tierra, y la contratación de equipos de siembra, fumigación, cosecha y transporte, con el fin de generar economías de escala y altos rendimientos para exportación. Éstos son los nuevos actores del agronegocio y por tratarse, justamente, de tierras arrendadas, poco es lo que se tiene en cuenta las consecuencias a largo plazo de este tipo de producción.
De ahí la defensa de la soberanía alimentaria, que pretende una alimentación suficiente, sana, nutritiva y culturalmente adecuada y hace hincapié en el derecho de cada pueblo de definir sus propias políticas de producción sustentable, transformación, distribución equitativa y comercialización justa de alimentos. La soberanía alimentaria, de cualquier forma, es mucho más: está estrechamente vinculada con la soberanía económica, y con la soberanía política, y es por eso que solo puede entenderse desde la modificación de un sistema en su totalidad.
“Porque si bien hoy podríamos alimentar adecuadamente a 12.000 millones de personas –casi el doble de la población mundial– hay 842 millones de personas con hambre. Porque una de cada tres personas sufre malnutrición, por la cual sucumbe a enfermedades que, de estar adecuadamente nutrida, serían evitables. Porque nos estamos muriendo, sobre todo, de enfermedades crónicas no transmisibles vinculadas directa o indirectamente con nuestra mala alimentación. Porque la alimentación es un derecho humano y un bien común. Porque los alimentos no deben ser mercancías. Porque el hambre no es culpa de la naturaleza, sino un producto humano. Porque el hambre es un crimen.”
Esos son todos los porqués detrás de la razón de ser de éste museo.
Producir más. Comer menos
Adriana Conta, tecnóloga en alimentos e integrante de la Cátedra libre de Soberanía Alimentaria de la UBA, expresa que “el sistema de producción primaria y procesado de alimentos en nuestro país y en el mundo es muy similar en la concepción del fin. No se elaboran alimentos para reducir el hambre como nos vienen diciendo desde hace décadas para convencernos de que hay que producir cada vez más, sino para incrementar ganancias”.
El problema –entonces– más que la cantidad, es el acceso. Amartya Sen, reconocido filósofo Indio y Premio Nobel de Economía, planteó esto mismo. En su opinión, el hambre depende no de la producción de alimentos sino del precio justo de estos alimentos, del pleno empleo y de los salarios dignos.
“En nuestro país, históricamente productor de alimentos a granel, se producen en la actualidad cereales y oleaginosas para exportación, que podrían alimentar a 400 millones de personas. Sin embargo, se destinan mayormente a la producción de biodiesel y a la alimentación de mascotas y ganado (principalmente vacas y cerdos chinos). Tan solo un 30% de esta producción se destina a la alimentación humana”, explica Conta.
Sin embargo, para conseguir este nivel de producción que incrementa ganancias y que se sostiene del monocultivo “se ha consolidado un sistema extractivo de los bienes naturales que deja como saldo contaminación ambiental (de agua, suelo y aire), deforestación y degradación de los suelos, con el impacto que esto trae a los ecosistemas, la biodiversidad, las comunidades indígenas que habitan esos espacios y que provoca ese fenómeno cada vez más recurrente en nuestro país: inundaciones.” Para el agronegocio todo esto se puede resumir en una palabra: externalidades. De ponerse un precio real a eso que hoy se regala sin más y que nos pertenece a todos, como la fertilidad de los suelos, la agricultura a gran escala ya no sería el negocio espectacular que es.
Las víctimas directas del paquete tecnológico de semillas patentadas y modificadas, agrotóxicos y fertilizantes para el cultivo de soja son los habitantes de las zonas aledañas a estos monocultivos, los tristemente célebres “pueblos fumigados”. Damián Verzeñassi, médico e investigador de la Universidad de Rosario, a través de los campamentos sanitarios que realiza con sus colaboradores desde 2010, demostró que en estas regiones un tercio de las muertes se debe a alguna forma de cáncer, lo que representa un 50% más que en el resto del país. Así también, identificó el aumento en las tasas esperadas de casos de malformaciones fetales y abortos espontáneos.
Son 300 millones de litros de agroquímicos los que se aplican por año en nuestro país y afectan a 12 millones de personas que viven en zonas rurales. “¿Y éste modelo de monocultivo transgénico para qué?” Se pregunta Conta. “Para que las colonias del sur transfieran su riqueza exportándola a los países ricos”.
El otro lado de la moneda
El hambre tiene su contracara: el sobrepeso; otro síntoma de una industria alimentaria decadente. Según la OMS la Argentina es el país latinoamericano con mayor cantidad de niños obesos. A nivel mundial 1.500 millones de personas tienen sobrepeso –superando la cantidad de personas famélicas– y 500 millones padecen de obesidad. Y esto poco tiene que ver con el sedentarismo o la falta de voluntad.
Soledad Barruti, la periodista que recorrió el país para investigar nuestra industria alimentaria, expresa en su libro Malcomidos: “La industria de los alimentos se ha dedicado a estudiar nuestras debilidades para convertirlas en sus oportunidades. Nuestros antepasados desarrollaron un genotipo preparado para sobrevivir a la escasez, de ahí que ciertos alimentos nos den placer. Todo lo que produce la industria es una precisa manipulación de nuestra relación biológica con la sal, el azúcar y la grasa”.
En la misma línea, Conta expresa que “la producción industrial de comida rica en carbohidratos simples, sal, grasas y una serie de aditivos, generan –y cada vez en personas de menor edad– enfermedades emergentes como obesidad, sobrepeso, hipertensión, alergias alimentarias y cardiopatías. Las góndolas de los hipermercados están repletas de envases coloridos que disfrazan la pérdida del 75% de la biodiversidad alimentaria. Estamos perdiendo capacidad de elegir lo que comemos”.
El nuevo ingrediente estrella de los productos procesados es el jarabe de maíz de alta fructosa, y se encuentra en todo tipo de “alimentos”: postrecitos infantiles, jugos, gaseosas, cereales, pan, kétchup, y la lista sigue. Es 40 veces más dulce que el azúcar, cuesta la mitad, y combinado según el alimento con los bombardeos de grasas y sal, funciona anulando la capacidad del cerebro de dar la señal de saciedad. Según el reconocido endocrinólogo estadounidense Robert Lusting, el jarabe de maíz es “lisa y llanamente un veneno”.
¿Y cuál es la consecuencia de tener una población cada vez más obesa? Millones invertidos en el sistema de salud. Y otros millones en ganancias para las empresas farmacéuticas.
"La industria de los alimentos se ha dedicado a estudiar nuestras debilidades para convertirlas en sus oportunidades"– Soledad Barruti –
Las víctimas directas delpaquete tecnológico de semillas patentadas y modificadas, agrotóxicos y fertilizantes para el cultivo de soja son los habitantes de las zonas aledañas a estos monocultivos
Modificar un sistema
“Cuando uno piensa en cómo resolver este problema, que preocupa a muchos científicos que practican ciencia digna y ética, vemos que es muy difícil revertir la tendencia industrial de generar el mayor número de productos “innovadores” diseñados para la conveniencia del mercado y no para la salud de la población. Las presiones empresarias concentradas patrocinan investigaciones que suelen dar resultados favorables a sus intereses”, explica Conta.
“Hay un avasallamiento de derechos de un modelo sobre el otro. Si un agricultor familiar decide producir alimentos utilizando sus propias semillas, sin agrotóxicos, de manera sustentable y sana, no siempre puede. Si está rodeado por productores que utilizan el paquete tecnológico convencional, las derivas y la polinización cruzada impiden que el modelo sano prospere como debería. Y a nadie parece importarle esta violación de derechos constitucionales”.
Pero no solo pierden los agricultores: “Los grandes perdedores históricos de este sistema extractivo son los pueblos originarios. Los monocultivos sojeros avanzan sobre sus territorios, sus protestas son criminalizadas o reprimidas, como ha ocurrido hace tan poco en Chubut, con la desaparición de Santiago Maldonado. Y mientras pienso en esto, me pregunto qué le pasó y el dónde está. Situación que creíamos superada desde el Nunca Más”, lamenta Conta.
El desplazamiento de los campesinos y pequeños y medianos productores a las periferias urbanas, como consecuencia de la concentración de tierras, los condena a vivir en zonas de pobreza y marginalidad, donde muchos sobrevivirán con la ayuda de planes sociales que se valen, en gran medida, de los ingresos del estado por las retenciones a la soja. Así se cínico es el sistema.
La concentración tampoco escapa a los alimentos procesados. En palabras de Barruti: “Si hay apenas un puñado de multinacionales que se dedican al agronegocio, la otra mitad de la producción (el procesamiento) no se queda atrás en la concentración: apenas 250 compañías, el 95% anglosajonas, son las encargadas de digitar lo que comemos”. Lo mismo sucede con las bocas de distribución: 6 supermercados poseen el 90% de las ventas.
Volver al futuro
Walter Pengue es Ingeniero especializado en genética vegetal y uno de los 25 Miembros Científicos del Panel Internacional para el Manejo Sostenible de los Recursos, de las Naciones Unidas. Integra el Instituto del Conurbano desde donde propone la creación de lo que llama Escudos Verdes Productivos: un modelo productivo a pequeña escala alrededor de las ciudades, para frenar el agronegocio y producir alimentos sanos, de calidad y agroecológicos, con beneficios como la baja de precios y la generación de trabajo con cadenas cortas de comercialización. No se trata de agricultura orgánica, que requiere certificaciones que encarecen cada producto, sino de agricultura sostenible. Porque para producir bien no es necesario producir a gran escala. Para acrecentar el beneficio de un puñado de inversores, sí.
Como expresa Barruti: “No solo somos lo que comemos sino cómo fue producido eso que comemos”. Una frase con doble significación. Por una lado, las implicancias que tiene en nuestra salud la forma (el cómo) ha sido producido lo que comemos, y por otro, la historia, las personas, las tierras que atraviesan eso que comemos, que surcan la vida de los miles de marginados bajo este sistema productivo.
Entonces, ¿Por qué trabajar por la soberanía alimentaria? ¿Por qué un museo del hambre?
“Porque está en nuestras manos el poder encerrarlo, de una vez y para siempre, en el interior de un museo. Y que quede allí, recluido, para siempre. Y nuestros hijos lo visiten.” Ese es el sueño de sus creadores.